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martes, 20 de enero de 2015

Matusalén




Matusalén

“Allí en el olvido, se encuentran la muerte y la inmortalidad”

Magnus Bolfort

Soy Hugo Moreno, son biólogo molecular, director del laboratorio de Investigaciones.

Hace cuarenta años comenzamos a trabajar en las moscas Drosophila melanogaster, intentando aumentar su longevidad. Una mosca de la fruta tiene un ciclo de vida de dos o tres semanas máximo. Nosotros seríamos dioses para los pequeños dípteros, un hombre puede vivir en promedio casi 4.000 semanas si llega a los setenta y cinco años de edad. Sería equivalente a vivir aproximadamente de mil trescientas a dos mil vidas de mosca. Imaginemos eso aplicado a nosotros, un ser que viviera dos mil vidas de ser humano, podría alcanzar los ciento cincuenta mil años. Tal vez ese no fuera nuestro objetivo, sólo queríamos vivir veinte, tal vez cincuenta años más con salud y sin enfermedades invalidantes, un inicio modesto algo que permitiera alejar las omnipresentes fauces de la muerte.

La modificación del gen azot sólo había sido el comienzo. Luego seguimos modificando el genoma de las moscas, agregamos una cuarta copia del gen azot, diseñamos telomerasas más activas en las células madre, seleccionamos células que pudieran repararse más eficientemente y diferenciarse conservando parte de su potencialidad regenerativo. Modificamos el gen p53 y el gen rb, para que fueran más activos en situaciones de stress y ante la más mínima señal de daño potencialmente catastrófico, inducir una apoptosis más rápida y potente. Insertamos sistemas de genes maestros que reportaran ante mutaciones en distintas regiones claves y detuvieran el ciclo celular. Otra modificación fue agregar varios  grupos de células madre que permanecieran silenciosas hasta cierta edad y que fueran activándose en forma sucesiva regenerando los tejidos en forma cíclica. De esta forma pensábamos emular el ciclo celular pero a nivel orgánico, reiniciando el organismo del individuo como un todo.

Así fuimos sumando decenas luego cientos y miles de modificaciones, un genoma sobre otro genoma. Sobre los mecanismos de control, más control, donde fuera necesaria regeneración potenciarla, cuando no se pudiera reparar, apoptosis. Prueba y error, y luego selección y nuevamente selección, criba sobre criba.

Sin darnos cuenta, un  día una mosca no sólo vivió cuatro semanas, ni cinco, fueron dos meses, tres meses y la pequeña mosca continuaba volando, comiendo y copulando. Era, más fuerte, más grande, más dominante y como no, más inteligente. Su descendencia era más longeva también pero por una razón desconocida, el viejo Matusalén (así lo habíamos denominado), seguía sobreviviendo a su prole. Cuando llegó al año descorchamos champán para festejar, éramos las grandes celebridades del mundo científico. Las tapas de Nature, Science y Cell, eran nuestras, la llave de una virtual inmortalidad estaba allí al alcance de la mano, en esa pequeña mosca, sólo había que encontrarla.

Al menos eso era lo que pensábamos, que ingenuos fuimos. Tratamos durante años, décadas, torturamos a la pequeña y maldita mosca, microbiopsias de tejidos, todas las semanas, secuenciación del ADN de todos sus tejidos y todas sus líneas celulares. Inclusive lo clonamos decenas, cientos de veces, realizamos el análisis de  la transcripción génica, también escrutamos el ADN no codificante y los ARN de interferencia, todo lo que conocíamos por aquel entonces, pero todo fue inútil. Sus clones eran muy  longevos pero terminaban muriendo, había alguna diferencia fundamental entre el original y sus copias.

El secreto concluimos estaba en el programa de desarrollo de la célula huevo, había que encontrar la secuencia de activación génica que había producido a Matusalén. Pero si esto era así significaba, que la inmortalidad de Matusalén era individual y única, como el orden de las pinceladas  de La Gioconda de Leonardo da Vinci. Tal vez en un futuro podríamos simular, hasta el último detalle, el desarrollo completo de una mosca en un súper ordenador, pero aún luchábamos con  un modelo aceptable de eucarionte unicelular.

 No nos desanimamos e intentamos replicar el mecanismo de la longevidad extrema en nematodos,  pero fracasamos. En el ratón y el pez cebra aún fue peor.

De eso hace ya casi cuarenta años, hoy me jubilo es mi último día de trabajo en el laboratorio donde el primer Matusalén, continúa viviendo.

Es un día soleado, el universo tiene sentido del humor, la mosca continúa volando y fecundando hembras, supongo que a su manera vive una vida feliz, mientras tanto ya ha enterrado a varios de mis colegas que trabajaban en el laboratorio y dentro de poco me enterrará a mí.

Bajo la atenta mirada de la nueva jefa de investigaciones, observo a Matusalén, por última vez, bajo la lupa. Tal vez los papeles se han invertido,  y ahora la pequeña mosca viva miles de vidas humanas  como un dios,  indiferente a nuestras preocupaciones y a nuestros problemas.

Mientras pienso todo esto observo los grandes ojos rojos de Matusalén, insondables y terroríficos, jóvenes como el primer día. Por un momento siento que la mosca me observa a mí, y que yo soy su objeto de análisis. Nunca había sentido esto, me falta el aire, me mareo y aparto rápidamente la vista del microscopio. Rápidamente me siento mejor, todos son muy amables con el pobre viejo, mientras me recupero se llevan al insondable Matusalén que se ha convertido él mismo en una rara curiosidad, como un viejo manuscrito indescifrable que a casi nadie interesa, tal vez sea el precio de la inmortalidad, el olvido.

Pienso que dentro de poco ya nadie me recordará y estaré muerto, seré olvidado por todos, tal vez excepto por Matusalén que es inmortal.

Me marcho del laboratorio arrastrando los pies, estoy muy cansado y viejo, el sol cae rojo, furibundo,  como un gigantesco ojo de drosophila que me persigue.

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