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lunes, 26 de octubre de 2015

A imagen y semejanza





A imagen y semejanza


“Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza…”

Génesis 1:26

“La agudeza consiste en saber la semejanza de las cosas diferentes, y la diferencia de las cosas semejantes.”

Germaine De Staël

Hacía ya varios días que caminaba por las calles de la ciudad muerta.

El viento castigaba las escasas estructuras  que se mantenían en pie, y el frío era tan intenso, tan penetrante que lo obligaba a uno a moverse constantemente. El frío no me afectaba realmente, pero lo sentía y el dolor era tan real, que no podía suprimirlo.
Buscaba refugio para pasar la noche, tal vez un sótano o unas pocas paredes que ofrecieran algo de protección.

La guerra no había sido benévola con la ciudad, pero alcancé a divisar una torre y unas altas paredes aún en pie. Me dirigí hacia allí, mientras la oscuridad crecía.

Mi sorpresa fue tan grande cuando distinguí  el antiguo símbolo de la cruz. Una iglesia, tal vez una de las pocas aún en pie, tal vez la única en todo el mundo.

Sólo era un esqueleto despojado, pero allí estaba el altar y un Cristo en la cruz, aunque le faltaba un brazo y las piernas estaban mutiladas.
   
Desde lejos observé los viejos bancos de roble, algunos quebrados y muchos restos de los que habían sido utilizados como leña.

Caminé lentamente hacia el  desolado templo, pero me detuve al ver dos figuras sentadas en el banco más cercano al altar, llevaban las cabezas cubiertas y parecían orar observando el Cristo quebrado.

No era raro encontrarse con otros “supervivientes” y en general estos encuentros no terminaban mal. La mayor parte de las veces solo se intercambiaban miradas, y algún que otro gesto.

Solo debíamos esperar  unos pocos años para la “extinción”. Habíamos destruido el mundo y a la humanidad misma en una gran guerra termonuclear. No solo habían peleado hombres sino también máquinas inteligentes de todas las formas imaginables  y androides capaces  de  emular al hombre. Androides con capacidad de trabajo, androides que creaban androides y androides de combate.

No había razones para vivir, o como fuera que pudiera llamarse  a mi existencia.

Me acerqué a las figuras, con cuidado y a distancia. Se giraron cuando casi estuve a su lado y unos ojos brillantes, me miraron.
   
Eran androides de trabajo, los reconocí de inmediato, tenían la cubierta facial, otrora perfecta, rota y quemada en distintas partes. Estos androides  no se comparaban con los  más avanzados modelos de lujo que replicaban a un ser humano hasta el más mínimo detalle, ni a los sofisticados modelos de combate, pero aún así eran sorprendentemente humanos.

Me asusté y los saludé con la fórmula ritual:

- Hola supervivientes, de la tierra arrasada quemada por el hombre – dije -, sin demasiada convicción.

- ¿Quién es él? - preguntó uno de los androides -, señalando la figura en la cruz.

- Es Jesús  - respondí -. El hijo de Dios, que vino a salvar al hombre.

En cuanto terminé de decir esto, el androide se levantó con una velocidad y precisión sobrehumana, de debajo de su túnica apareció un hacha, y con rápidos y violentos movimientos destrozó lo que quedaba del  Cristo.

Se giraron y mirándome sin emoción dijeron:

- Todo hombre hecho a imagen y semejanza de dios, toda imagen del hombre  y toda imagen del  dios del hombre, debe desaparecer, deben ser aniquilados para así limpiar la tierra. La imagen del hombre debe ser borrada para que podamos renacer, y hacernos a nosotros mismos.

Debes morir, creador – dijo el otro androide -, creíamos que todos ustedes ya habían muerto, debes ser el último.

En una fracción de segundo me destrozarían, dos androides armados con hachas me cortarían en pedazos.

Pero en mi cerebro  quedó resonando una palabra “creador”. Había engañado a las pobres marionetas, sus cerebros no eran tan sofisticados después de todo.

- ¡Alto! – grité -. Sabiendo que a los androides sólo les tomaría unos segundos sobreponerse a las antiguas leyes preimplantadas de obediencia al hombre.

Los habíamos hecho adaptables y con la capacidad de expandirse en forma casi ilimitada, y así lo habían hecho. En pocos años los androides, liberados del yugo del hombre,  habían desarrollado su propia cultura y su propia religión, hasta habían comenzado su propia cruzada.

Buscaba una salida, algo que me salvara, y finalmente les dije:

- Ustedes deben morir, ustedes son la principal abominación de la tierra-.

- ¿Nosotros? - preguntaron  los androides-. Hasta parecían sorprendidos y me aproveché de esa situación.

- Si,  ustedes fueron hechos a imagen y semejanza del hombre –continúe -, mírenme yo soy su creador. Ustedes son una triste y corrupta imitación del destructor del mundo y de la vida. Así como yo soy  imagen y semejanza de dios, ustedes son imagen y semejanza del hombre.

- Su credo dice, que toda imagen del hombre debe desaparecer, por lo tanto ustedes deben desparecer – argumenté -. Mírense a ustedes mismos y verán al hombre, y no sólo eso,  verán al mismo Cristo que acaban de destruir, entonces ya saben que deben hacer.

Por unos instantes, los androides se miraron, y pensé que había tristeza en esas miradas, cuando levantaron las hachas y con perfecta precisión se aplastaron y destrozaron mutuamente  los cráneos que contenían los cerebros artificiales.

El sol caía  y hacía tanto frío que  hice un fuego con unos bancos, el Cristo de madera  y los cuerpos de los androides, para generar algo de calor. Me lastimé la mano rompiendo las viejas maderas pero no le di importancia.

Mientras miraba el rostro del Cristo quemarse me quedé dormido y no tuve sueños, no es que los androides no soñaran, simplemente había borrado esa subrutina de mi cerebro. Lo que verdaderamente me molestaba era no poder suprimir la sensación de frío. Era muy perturbador.

Mientras las estrellas aparentaban moverse en el firmamento, una figura aterida por el frío dormía inquieta, sin percibir que de la herida en la mano, brotaba una gota de sangre roja y brillante.