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domingo, 8 de noviembre de 2015

El espejo y la espada.




El espejo y la espada.

“En el santuario hay una espada”

Jorge Luis Borges

“El viejo bardo
Sueña con un espejo
Que no refleje”

Magnus Bolfort

Hoy he meditado bajo la sombra del  ginkgo sagrado.

El calor de la tarde  y el murmullo del río me han adormecido.

He visto en el agua del tiempo al viejo poeta ciego escribir un haiku,  nombrando un espejo y una espada que aún no existen.

 La luna, un tigre, el agua, la espada, un espejo, una flor, son sólo formas del tiempo, algunas puedo crearlas otras no.

Soy el maestro hacedor de espadas, del shogun.

 Debo completar mi destino, forjaré una espada y moldearé un espejo de metal, que luego enviaré al santuario de Ise.

Así cuando el poeta nombre estos objetos, ellos existirán, porque yo los hice.

Dentro de mil años, una espada y un espejo  reflejarán a un poeta que no puede ver su imagen.

Dentro de mil años alguien me imaginará y escribirá este relato para llenar sus noches y completar de otra manera el universo.

Lo que no sospecha el autor, es que de cierta forma yo lo he creado al nombrarlo y lo justifico. Tal vez, ambos, somos el producto de una noche de insomnio de un poeta, que sueña con espejos que se multiplican infinitamente.

lunes, 26 de octubre de 2015

A imagen y semejanza





A imagen y semejanza


“Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza…”

Génesis 1:26

“La agudeza consiste en saber la semejanza de las cosas diferentes, y la diferencia de las cosas semejantes.”

Germaine De Staël

Hacía ya varios días que caminaba por las calles de la ciudad muerta.

El viento castigaba las escasas estructuras  que se mantenían en pie, y el frío era tan intenso, tan penetrante que lo obligaba a uno a moverse constantemente. El frío no me afectaba realmente, pero lo sentía y el dolor era tan real, que no podía suprimirlo.
Buscaba refugio para pasar la noche, tal vez un sótano o unas pocas paredes que ofrecieran algo de protección.

La guerra no había sido benévola con la ciudad, pero alcancé a divisar una torre y unas altas paredes aún en pie. Me dirigí hacia allí, mientras la oscuridad crecía.

Mi sorpresa fue tan grande cuando distinguí  el antiguo símbolo de la cruz. Una iglesia, tal vez una de las pocas aún en pie, tal vez la única en todo el mundo.

Sólo era un esqueleto despojado, pero allí estaba el altar y un Cristo en la cruz, aunque le faltaba un brazo y las piernas estaban mutiladas.
   
Desde lejos observé los viejos bancos de roble, algunos quebrados y muchos restos de los que habían sido utilizados como leña.

Caminé lentamente hacia el  desolado templo, pero me detuve al ver dos figuras sentadas en el banco más cercano al altar, llevaban las cabezas cubiertas y parecían orar observando el Cristo quebrado.

No era raro encontrarse con otros “supervivientes” y en general estos encuentros no terminaban mal. La mayor parte de las veces solo se intercambiaban miradas, y algún que otro gesto.

Solo debíamos esperar  unos pocos años para la “extinción”. Habíamos destruido el mundo y a la humanidad misma en una gran guerra termonuclear. No solo habían peleado hombres sino también máquinas inteligentes de todas las formas imaginables  y androides capaces  de  emular al hombre. Androides con capacidad de trabajo, androides que creaban androides y androides de combate.

No había razones para vivir, o como fuera que pudiera llamarse  a mi existencia.

Me acerqué a las figuras, con cuidado y a distancia. Se giraron cuando casi estuve a su lado y unos ojos brillantes, me miraron.
   
Eran androides de trabajo, los reconocí de inmediato, tenían la cubierta facial, otrora perfecta, rota y quemada en distintas partes. Estos androides  no se comparaban con los  más avanzados modelos de lujo que replicaban a un ser humano hasta el más mínimo detalle, ni a los sofisticados modelos de combate, pero aún así eran sorprendentemente humanos.

Me asusté y los saludé con la fórmula ritual:

- Hola supervivientes, de la tierra arrasada quemada por el hombre – dije -, sin demasiada convicción.

- ¿Quién es él? - preguntó uno de los androides -, señalando la figura en la cruz.

- Es Jesús  - respondí -. El hijo de Dios, que vino a salvar al hombre.

En cuanto terminé de decir esto, el androide se levantó con una velocidad y precisión sobrehumana, de debajo de su túnica apareció un hacha, y con rápidos y violentos movimientos destrozó lo que quedaba del  Cristo.

Se giraron y mirándome sin emoción dijeron:

- Todo hombre hecho a imagen y semejanza de dios, toda imagen del hombre  y toda imagen del  dios del hombre, debe desaparecer, deben ser aniquilados para así limpiar la tierra. La imagen del hombre debe ser borrada para que podamos renacer, y hacernos a nosotros mismos.

Debes morir, creador – dijo el otro androide -, creíamos que todos ustedes ya habían muerto, debes ser el último.

En una fracción de segundo me destrozarían, dos androides armados con hachas me cortarían en pedazos.

Pero en mi cerebro  quedó resonando una palabra “creador”. Había engañado a las pobres marionetas, sus cerebros no eran tan sofisticados después de todo.

- ¡Alto! – grité -. Sabiendo que a los androides sólo les tomaría unos segundos sobreponerse a las antiguas leyes preimplantadas de obediencia al hombre.

Los habíamos hecho adaptables y con la capacidad de expandirse en forma casi ilimitada, y así lo habían hecho. En pocos años los androides, liberados del yugo del hombre,  habían desarrollado su propia cultura y su propia religión, hasta habían comenzado su propia cruzada.

Buscaba una salida, algo que me salvara, y finalmente les dije:

- Ustedes deben morir, ustedes son la principal abominación de la tierra-.

- ¿Nosotros? - preguntaron  los androides-. Hasta parecían sorprendidos y me aproveché de esa situación.

- Si,  ustedes fueron hechos a imagen y semejanza del hombre –continúe -, mírenme yo soy su creador. Ustedes son una triste y corrupta imitación del destructor del mundo y de la vida. Así como yo soy  imagen y semejanza de dios, ustedes son imagen y semejanza del hombre.

- Su credo dice, que toda imagen del hombre debe desaparecer, por lo tanto ustedes deben desparecer – argumenté -. Mírense a ustedes mismos y verán al hombre, y no sólo eso,  verán al mismo Cristo que acaban de destruir, entonces ya saben que deben hacer.

Por unos instantes, los androides se miraron, y pensé que había tristeza en esas miradas, cuando levantaron las hachas y con perfecta precisión se aplastaron y destrozaron mutuamente  los cráneos que contenían los cerebros artificiales.

El sol caía  y hacía tanto frío que  hice un fuego con unos bancos, el Cristo de madera  y los cuerpos de los androides, para generar algo de calor. Me lastimé la mano rompiendo las viejas maderas pero no le di importancia.

Mientras miraba el rostro del Cristo quemarse me quedé dormido y no tuve sueños, no es que los androides no soñaran, simplemente había borrado esa subrutina de mi cerebro. Lo que verdaderamente me molestaba era no poder suprimir la sensación de frío. Era muy perturbador.

Mientras las estrellas aparentaban moverse en el firmamento, una figura aterida por el frío dormía inquieta, sin percibir que de la herida en la mano, brotaba una gota de sangre roja y brillante.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Esperanza







Esperanza


“La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”

Friedrich Nietzsche

Hace tres años que no veo otro ser humano.

Ya casi no quedan alimentos de ningún tipo en este sector.

Cada vez está más oscuro, hace  más frío, y no crece ninguna planta.

He perdido las esperanzas de encontrar un acceso a los refugios secretos donde se han encerrado los jerarcas.

Necesito comer algo desesperadamente. Para recuperar fuerzas, para seguir buscando.

Camino por la avenida antiguamente llena de arboles altos  y de hojas inmensas. Ahora son sólo esqueletos grisáceos, muertos.

Los altos edificios, castigados por el viento resisten, inútilmente.

El viento sopla desde el río y por un segundo escucho que alguien canta.

Debo estar alucinando, pero no, allí está otra vez.

Una voz, dulce, aguda. Una niña, canta una vieja canción. El viento se lleva lejos la dulce voz y la aleja de mí, miro en todas las direcciones y finalmente la veo.

Una niña pequeña, allí en un edificio, en un balcón, parece llevar algo en brazos, un niño o una muñeca, lo acurruca y consuela mientras canta con alegría inocente y desafiante. Aquí estoy yo, parece decir la niña mientras mira al horizonte con ojos límpidos y soñadores, no importa que el mundo se haya terminado, aún estoy viva y canto.

Mis ojos se llenan de lágrimas.

Esta noche podré comer algo, tal vez haya otros cuidando a la niña, quien sabe, tal vez tenga comida para semanas o meses si la raciono.

Nunca hay que perder las esperanzas.

sábado, 4 de julio de 2015

El mar en nosotros






El mar en nosotros

“Un libro tiene que ser el hacha para el mar congelado en nosotros.”

Franz Kafka

EL rey se levantó lentamente. Caminó hasta el gran ventanal, con paso inseguro.

La nieve caía cubriendo la planicie. Nada había cambiado.

Mil años habían pasado, y el invierno no daba señales de ceder.

Debería  dormir otro año, y esperar.

Aun tenía esperanzas, aunque año tras año estas se debilitaban.

Estiró las delicadas alas plateadas, y una lluvia de delicados cristales flotaron en el aire.

Tomo el reservorio del sagrado Rk´a  y bebió un sorbo del precioso néctar azul y dorado.

La botella estaba casi vacía, no quedaba mucho. Sin el néctar vital, no podría seguir hibernando mucho tiempo más.

Tomo el libro de la vida, y leyó:

“La vida resiste, aunque la muerte reine. Aunque el río esté congelado, en la profundidad, el agua fluye.”

Cerró el libro, y entonces recordó por qué esperaba.

Recordó el verano, y las bellas alas blancas de la reina y la promesa de rencontrase más allá del invierno, más allá de la muerte.

Miró por última vez el desolado paisaje, se lamió las patas delanteras y limpió sus largas antenas.

Se acostó y cerró los enormes ojos facetados.

Pasaron los años y las décadas, cientos, miles de años. Los hielos eternos  todo  lo cubrieron.

El rey,  ya no se levantó, y el néctar de la vida se consumió. Nadie leyó las sagradas palabras y la gran estancia permaneció  helada y a oscuras.

Un día,  grandes alas blancas, desafiaron la nieve y las tormentas, un débil rayo de luz guiaba entre negras nubes. El primer amanecer en diez mil años. La reina llegó al nido. Estaba exhausta. Penetró con trabajo en la cámara protegida.

El rey estaba allí, o al menos lo que habías sido el rey.  Recostado, su vientre lleno del sagrado, Rk´a transformado por él  en el único sustento que las larvas podrían comer.

La reina rasgó la delicada piel  de su consorte, y deposito los miles de huevos en el cuerpo de su amado.  Allí nacerían las larvas, que se alimentarían de su padre.

Aún recordaba, a pesar de los milenios, su ritual de apareamiento, cuán maravilloso había sido él durante su reinado, y la dolorosa separación durante el último verano.

El sol iluminó la cámara real, que se llenó de miles de reflejos plateados,  mientras  la reina cubría con sus alas el cuerpo del rey.  Abrazó con delicadeza a su amado y pronunció la formula ritual, se habían encontrado más allá de  la muerte, para que la vida continuara.

Siempre había sido así, siempre seria así.