A imagen y semejanza
“Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra
imagen, conforme a nuestra semejanza…”
Génesis 1:26
“La agudeza consiste en saber la
semejanza de las cosas diferentes, y la diferencia de las cosas semejantes.”
Germaine
De Staël
Hacía
ya varios días que caminaba por las calles de la ciudad muerta.
El
viento castigaba las escasas estructuras
que se mantenían en pie, y el frío era tan intenso, tan penetrante que
lo obligaba a uno a moverse constantemente. El frío no me afectaba realmente,
pero lo sentía y el dolor era tan real, que no podía suprimirlo.
Buscaba
refugio para pasar la noche, tal vez un sótano o unas pocas paredes que
ofrecieran algo de protección.
La
guerra no había sido benévola con la ciudad, pero alcancé a divisar una torre y
unas altas paredes aún en pie. Me dirigí hacia allí, mientras la oscuridad crecía.
Mi
sorpresa fue tan grande cuando distinguí
el antiguo símbolo de la cruz. Una iglesia, tal vez una de las pocas aún
en pie, tal vez la única en todo el mundo.
Sólo
era un esqueleto despojado, pero allí estaba el altar y un Cristo en la cruz,
aunque le faltaba un brazo y las piernas estaban mutiladas.
Desde
lejos observé los viejos bancos de roble, algunos quebrados y muchos restos de
los que habían sido utilizados como leña.
Caminé lentamente hacia el desolado templo, pero me detuve al ver dos figuras sentadas en el banco más cercano al altar,
llevaban las cabezas cubiertas y parecían orar observando el Cristo quebrado.
No era raro
encontrarse con otros “supervivientes” y en general estos encuentros no
terminaban mal. La mayor parte de las veces solo se intercambiaban miradas, y
algún que otro gesto.
Solo
debíamos esperar unos pocos años para la
“extinción”. Habíamos destruido el mundo y a la humanidad misma en una gran
guerra termonuclear. No solo habían peleado hombres sino también máquinas
inteligentes de todas las formas imaginables y androides capaces de
emular al hombre. Androides con capacidad de trabajo, androides que
creaban androides y androides de combate.
No había
razones para vivir, o como fuera que pudiera llamarse a mi existencia.
Me
acerqué a las figuras, con cuidado y a distancia. Se giraron cuando casi estuve
a su lado y unos ojos brillantes, me miraron.
Eran androides
de trabajo, los reconocí de inmediato, tenían la cubierta facial, otrora
perfecta, rota y quemada en distintas partes. Estos androides no se comparaban con los más avanzados modelos de lujo que replicaban a
un ser humano hasta el más mínimo detalle, ni a los sofisticados modelos de
combate, pero aún así eran sorprendentemente humanos.
Me
asusté y los saludé con la fórmula ritual:
- Hola
supervivientes, de la tierra arrasada quemada por el hombre – dije -, sin
demasiada convicción.
- ¿Quién
es él? - preguntó uno de los androides -, señalando la figura en la cruz.
- Es
Jesús - respondí -. El hijo de Dios, que
vino a salvar al hombre.
En
cuanto terminé de decir esto, el androide se levantó con una velocidad y
precisión sobrehumana, de debajo de su túnica apareció un hacha, y con rápidos
y violentos movimientos destrozó lo que quedaba del Cristo.
Se
giraron y mirándome sin emoción dijeron:
- Todo
hombre hecho a imagen y semejanza de dios, toda imagen del hombre y toda imagen del dios del hombre, debe desaparecer, deben ser
aniquilados para así limpiar la tierra. La imagen del hombre debe ser borrada
para que podamos renacer, y hacernos a nosotros mismos.
Debes
morir, creador – dijo el otro androide -, creíamos que todos ustedes ya habían muerto,
debes ser el último.
En una
fracción de segundo me destrozarían, dos androides armados con hachas me
cortarían en pedazos.
Pero en
mi cerebro quedó resonando una palabra
“creador”. Había engañado a las pobres marionetas, sus cerebros no eran tan
sofisticados después de todo.
- ¡Alto!
– grité -. Sabiendo que a los androides sólo les tomaría unos segundos
sobreponerse a las antiguas leyes preimplantadas de obediencia al hombre.
Los
habíamos hecho adaptables y con la capacidad de expandirse en forma casi
ilimitada, y así lo habían hecho. En pocos años los androides, liberados del
yugo del hombre, habían desarrollado su
propia cultura y su propia religión, hasta habían comenzado su propia cruzada.
Buscaba
una salida, algo que me salvara, y finalmente les dije:
- Ustedes
deben morir, ustedes son la principal abominación de la tierra-.
- ¿Nosotros?
- preguntaron los androides-. Hasta parecían sorprendidos y me aproveché de esa situación.
- Si, ustedes fueron hechos a imagen y semejanza del
hombre –continúe -, mírenme yo soy su creador. Ustedes son una triste y
corrupta imitación del destructor del mundo y de la vida. Así como yo soy imagen y semejanza de dios, ustedes son imagen
y semejanza del hombre.
- Su
credo dice, que toda imagen del hombre debe desaparecer, por lo tanto ustedes
deben desparecer – argumenté -. Mírense a ustedes mismos y verán al hombre, y no
sólo eso, verán al mismo Cristo que
acaban de destruir, entonces ya saben que deben hacer.
Por
unos instantes, los androides se miraron, y pensé que había tristeza en esas
miradas, cuando levantaron las hachas y con perfecta precisión se aplastaron y
destrozaron mutuamente los cráneos que
contenían los cerebros artificiales.
El sol caía
y hacía tanto frío que hice un fuego con
unos bancos, el Cristo de madera y los
cuerpos de los androides, para generar algo de calor. Me lastimé la mano
rompiendo las viejas maderas pero no le di importancia.
Mientras
miraba el rostro del Cristo quemarse me quedé dormido y no tuve sueños, no es
que los androides no soñaran, simplemente había borrado esa subrutina de mi
cerebro. Lo que verdaderamente me molestaba era no poder suprimir la sensación de
frío. Era muy perturbador.
Mientras
las estrellas aparentaban moverse en el firmamento, una figura aterida por el
frío dormía inquieta, sin percibir que de la herida en la mano, brotaba una
gota de sangre roja y brillante.