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viernes, 3 de octubre de 2014

La batalla infinita



La batalla infinita

“La batalla más difícil la tengo todos los días conmigo mismo”

Napoleón

Tres días antes de la batalla, los hombres se reunieron en el campo sagrado.

El primer día los hombres compartieron con sus familias, jugarían con sus hijos, pasarían tal vez la última noche con sus esposas.

En el segundo día bailaron,  recitaron poesía  y discutieron sobre filosofía, las doctrinas de la reencarnación y el karma. 

El tercer día fue de purificación y meditación, solo el viento en los estandartes perturbó el silencio. Los hombres se preparaban a morir.

Los reinos de Sifid y Kana habían chocado durante décadas. Dos reinos poderosos y orgullosos. Uno de los dos debía prevalecer y el otro se extinguiría, así estaba escrito.

Siete días duró la batalla, cien mil hombres yacían en el campo, inclusive las reinas habían acudido. Los paladines, habían peleado valientemente, pero ahora todo se resumía a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre reyes.

Sifid y Kana, combatieron durante horas entre cadáveres,  sus fuerzas eran iguales, las espadas finalmente se quebraron y cayeron extenuados.

Inesperadamente Comenzaron a reír y a llorar, era tal la burla del destino, que los reyes ahogaban su desesperación en más desesperación. Sus ejércitos ya no existían, sus hijos y reinas estaban muertos, despedazados en el campo. Pero ellos no morían, no podía prevalecer uno sobre otro. Amargo era el destino de los hombres.

Los reyes se levantaron y juntos levantaron los puños al cielo, los dioses tenían la culpa.

Se burlaban de los pequeños hombres y sus sueños frágiles de poder y gloria.

-¡Dioses sanguinarios! – Gritaron al unísono. Todo lo toman, todo lo convierten en cenizas.

-¿Donde están los ojos brillantes de nuestras esposas, donde están las sonrisas de nuestros hijos?- Dijeron. Los hombres han muerto para satisfacer el capricho de los dioses.
 
-¡Malditos sean! –Grito el rey de Sifid.

-¡Malditos sean por toda la eternidad!- Grito el rey de Kana.

Los dioses observaron la matanza sin intervenir. La locura del hombre estaba más allá de toda comprensión inclusive la de un ser inmortal.

Sin embargo no podían perdonar a los reyes su atrevimiento, su debilidad final.

El padre de los dioses se levantó y con una mirada severa consultó a los otros dioses que en silencio asintieron.

La maldición de los reyes se volvió en su contra, condenados a repetir su batalla infinitas veces, en dameros blancos y negros, al mando de guerreros y caballeros, fortificaciones y clero, con un solo consuelo, a su lado por toda la eternidad, su dama.

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