La batalla infinita
“La batalla más difícil la tengo todos
los días conmigo mismo”
Napoleón
Tres días antes de la batalla, los hombres se reunieron en
el campo sagrado.
El primer día los hombres compartieron con sus familias,
jugarían con sus hijos, pasarían tal vez la última noche con sus esposas.
En el segundo día bailaron,
recitaron poesía y discutieron
sobre filosofía, las doctrinas de la reencarnación y el karma.
El tercer día fue de purificación y meditación, solo el viento
en los estandartes perturbó el silencio. Los hombres se preparaban a morir.
Los reinos de Sifid y Kana habían chocado durante décadas. Dos
reinos poderosos y orgullosos. Uno de los dos debía prevalecer y el otro se
extinguiría, así estaba escrito.
Siete días duró la batalla, cien mil hombres yacían en el
campo, inclusive las reinas habían acudido. Los paladines, habían peleado
valientemente, pero ahora todo se resumía a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo
entre reyes.
Sifid y Kana, combatieron durante horas entre cadáveres, sus fuerzas eran iguales, las espadas
finalmente se quebraron y cayeron extenuados.
Inesperadamente Comenzaron a reír y a llorar, era tal la
burla del destino, que los reyes ahogaban su desesperación en más
desesperación. Sus ejércitos ya no existían, sus hijos y reinas estaban
muertos, despedazados en el campo. Pero ellos no morían, no podía prevalecer
uno sobre otro. Amargo era el destino de los hombres.
Los reyes se levantaron y juntos levantaron los puños al
cielo, los dioses tenían la culpa.
Se burlaban de los pequeños hombres y sus sueños frágiles de
poder y gloria.
-¡Dioses sanguinarios! – Gritaron al unísono. Todo lo toman,
todo lo convierten en cenizas.
-¿Donde están los ojos brillantes de nuestras esposas, donde
están las sonrisas de nuestros hijos?- Dijeron. Los hombres han muerto para satisfacer el capricho de los
dioses.
-¡Malditos sean! –Grito el rey de Sifid.
-¡Malditos sean por toda la eternidad!- Grito el rey de Kana.
Los dioses observaron la matanza sin intervenir. La locura del
hombre estaba más allá de toda comprensión inclusive la de un ser inmortal.
Sin embargo no podían perdonar a los reyes su atrevimiento,
su debilidad final.
El padre de los dioses se levantó y con una mirada severa
consultó a los otros dioses que en silencio asintieron.
La maldición de los reyes se volvió en su contra, condenados
a repetir su batalla infinitas veces, en dameros blancos y negros, al mando de
guerreros y caballeros, fortificaciones y clero, con un solo consuelo, a su
lado por toda la eternidad, su dama.
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